Desde que el ser humano empezó a expresar sus ideas y su creatividad artística en las paredes de las cuevas, no hay historias peor contadas que aquellas que relatan las guerras. El origen de muchas de ellas es a veces confuso, el acusado como inicial agresor alude siempre a una previa incitación. El perdedor describe atrocidades que la abominable superioridad del ganador ha ocasionado en lugares especiales, pero no menciona las que él ha podido causar, aún amparado en aquellas.
La Guerra Civil española no fue distinta. Durante los cuarenta años que siguieron al levantamiento, la actualidad oficial y, a medida que el tiempo quedaba atrás, la historia, fueron oficialmente contadas con el punto de vista de un solo contendiente, el lado ganador. Quizá lo que marca la diferencia en una guerra civil, es que ambos bandos son nacionales, y si el ganador perdura en el poder durante décadas —como fue el caso—, la implantación de un relato único por generaciones acaba forjando una pátina de verdad única en casi toda la nación.
Y esto fue lo que ocurrió en España desde 1936 hasta cerca de 1980. El gobierno del General Franco hasta 1975, había dictado la interpretación de los hechos que provocaron el alzamiento militar, sesgó interesadamente el relato de las batallas durante la propia guerra y ensalzó los esfuerzos de sus gabinetes políticos para guiar un país a través del convulso período de la Segunda Guerra mundial y de los años posteriores. En 1977, establecida la Monarquía y nombrado un Presidente de Gobierno, cual modelo franquista, empezó el desmantelamiento de todas las instituciones heredadas y empezó también la construcción de las prácticas sociales de una democracia. Las primeras elecciones con partidos políticos de todo el espectro tuvieron lugar en junio de aquel año. Pero ya se había puesto en práctica también desde hacía un año la libertad de opinión, o al menos, se podría decir que los más atrevidos osaban vocear en los medios de comunicación y en las calles, opiniones y versiones sobre el pasado que resultaban, a oídos de muchos, ultrajes, falsedades interesadas y predecían la irremediable repetición de la historia. Digamos que aquel período y las décadas posteriores, sirvieron para contrabalancear el relato sesgado que había prevalecido durante tanto tiempo.

Pero, en cualquier caso, tanto antes como después de aquella fecha democrática, la dedicación y el esfuerzo de los escolares a comprender un periodo tan cercano como ese, ha sido menos intensa que la dedicada a estudiar los siglos precedentes y a la prehistoria. Ni los planes de estudio permitían alcanzar en el curso el estudio de una época tan reciente, ni el interés docente en enfangarse en la compleja interpretación y la delicada didáctica han facilitado el aprendizaje tutelado de la época que marcó un largo período político y económico español. Los tratados y libros dedicados a la Guerra Civil española raramente fueron ajenos a la interpretación desde un bando. Los que en las últimas décadas han pretendido exponer la verdad de los hechos silenciados, con frecuencia han omitido los hechos que antes se consideraban como la verdad, en pos de hacer relevantes aquellos que no se conocían. El resultado no es más que un gran desconocimiento nacional sobre la política española a partir de los años treinta del siglo pasado.
Somos hoy el resultado de lo que fuimos y sólo entender el cómo y porqué de lo que fuimos, puede ayudar a guiar hacia un mejor futuro.
El propósito de Venganza entre viñedos es, como cualquier novela, la de entretener a través de la ficción de la familia Romanos, entretejida en la censurada realidad descrita en la prensa del momento, pero evitando las interpretaciones editoriales. Venganza entre viñedos no es un libro sobre la historia de España en ese período, pero ésta es el trasfondo en el que se desenvuelven los personajes de ficción.